Martha Batalha nos ha regalado una preciosa novela tanto por los temas que toca -que no son otros que los propios del ser humano- como por la forma -una prosa rica, directa, efectista, sin caer en lo sensiblero o lo dulzón-.
La autora -en palabras de ella misma- trata de recrear el mundo de amor, esperanza y lucha de esas heroínas invisibles -madres y abuelas- en un mundo que no estaba hecho ni de lejos para ellas y donde tenían que reivindicar y/o amoldarse a sus papeles de hijas modelo, mujeres amantisimas, madres abnegadas, cuidadoras incansables, salvaguardas de la reputación propia y la de los suyos, y muchas veces sustento, al faltar el hombre de la casa o tratarse de un flojo o un diletante.
Ágil y eficaz, la novela se lee como se respira: sin sentir, pero a veces entrecortadamente ante la magnitud, la simplicidad, la variedad… lo bonito y no tan bonito, que nos va contando.
Sus personajes se mueven suavemente por el texto, y nos parece estar dentro de una telenovela brasileña.
Sin embargo, no puede uno despistarse ya que tras las caras lindas y las buenas intenciones también se esconden la maldad y el rechazo. Y tras esta aparente liviandad, el relato guarda verdades como puños y realidades que a pesar del paso del tiempo siguen instaladas en el nuestro.
Y en el centro de todo eran dos hermanas: Guida y Eurídice Gusmaõ y alrededor satélites, estrellas y constelaciones.
“Guida miró hacia abajo mientras limpiaba las migas de las rosquillas de la mesa de centro.
-¿Te acuerdas del juego ponle la cola al burro?
-¿Qué?
-Ese juego en el que te tapan los ojos y te dicen que tienes que ponerle la cola al burro .El juego al que jugábamos en la fiestas de la iglesia.
-Sí
-La vida es como ese juego, Eurídice. A veces creemos que lo estamos haciendo todo bien, pero cuando nos damos cuenta descubrimos que tenemos los ojos vendados y no hay manera de acertar».