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Mi nombre era Eileen, Ottessa Moshfegh

Sogas, venenos, mordazas, rencores, matanzas, sadismo, abusos, corrupción, venganza, dolor, frío, cárcel, pánico, expiación…Todos ellos componen lo que denominamos popularmente género negro o polar.
Ottessa Moshfegh los revuelve y mezcla muy hábilmente en la coctelera de una joven atada a un padre alcohólico y abusador, un trabajo patético -en un correccional de menores con su dosis diaria de horrores-, una vida ni medio normal -se viste con la ropa de su madre muerta, no tiene relaciones sociales ..- y una mente que piensa, que piensa demasiado, deseando cambiar su realidad sin saber muy bien cómo hacerlo.

Eileen Dunlop nos relata su día a día, sus estados de ánimo cambiantes, su falta de autoestima, sus delirios, sus temores… funciona como puede, sin ninguna ayuda, sin ningún apoyo, y a bandanzos, a golpes, a impulsos, nos muestra todo el dolor, la ira y la frustración que alberga su escuálido cuerpo. Asistimos en primera persona al desarrollo de un personaje triste, deprimido, encajonado en una vida amarga que odia, pero de la que parece no poder escapar.
Es una narración rápida, a ráfagas, clara, sin pudor alguno… que nos lleva del horror a la risa, de la pena más profunda a la hilaridad más superficial.

En esta oscuridad tan absoluta, aparece como una revelación la brillante y elegante Rebecca Saint John, que hará volar en pedazos el muro de contención que rodea a nuestra protagonista. Ella será la chispa que termine con la vieja Eileen y de paso a una nueva mujer, a una nueva existencia. De hecho, dejará de envolvernos en sus miserias y proyectará su vida en su incipiente relación con la increíble Rebecca.

En un bucle helado y horrible, la autora modela un final sorprendente, que rezuma dolor y perdón a partes iguales.
Terrible pero franca, Eileen abrirá por fin las puertas a una vía de escape, pero nada se producirá como ella había soñado…y nos dejará sumidos en una mezcla extraña.
Como diría aquel ¿negra?, negra no, lo siguiente.

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